" Nuestro objetivo es difundir las denominadas“literaturas de las culturas perifericas”, que estuvieron siempre relegadas del estudio académico y consideradas como folklore o literaturas muertas y arcaicas, cuando en realidad son textos dinámicos y en constante búsqueda de actualización y valor estético. Consideramos tarea pendiente estudiar esa manifestaciones y encontrar en estas literaturas el verdadero valor que tiene nuestras multiculturalidades."

lunes, 27 de mayo de 2013

El abejero de las barbas de oro.



Hace mucho tiempo atrás, en una de las comarcas de la serranía ecuatoriana, cuando las Familias estaban integradas por muchos hijos y más parientes cercanos y se dedicaban a la agricultura y al cuidado de pocos animales domésticos. Cuando las casas estaban asentadas a varios kilómetros, y cuando tenían que comunicarse en casos de emergencia, se subían a los cerros para gritar o tocar el cacho. Las parcelas eran lo suficientemente amplias y laproducción muy bien avanzaba para la supervivencia de todos y de todas. Los soberados eran verdaderas bodegas, en donde guardaban los granos para el sustento de todo el año. Los caminos de acceso a los pueblos eran de tierra y en invierno eran llenos de camellones debido a la humedad y al constante deambular de los caballos que servían para el transporte de las personas y de la carga. Había muchos chaparros a la orilla de los caminos vecinales y en las cercas de las parcelas; también selva virgen de donde sacaba leña para la combustión y madera para la construcción de las casas. El ambiente estuvo aromatizado por la presencia de infinidad de flores en épocas de verano. Los pájaros eran abundantes y el trinar era una verdadera sinfonía durante las tardes y las madrugadas.
La población masculina de este vecindario a mas de dedicarse a la agricultura, practicaba ciertos oficios: había un carpintero que se ocupaba de la construcción de las casas especialmente en los veranos, un herrero dedicado a la producción de herrajes para los caballos y mulos, un peluquero que además hacía de sombrerero, un sastre, un remendón de zapatos y un tejedor de ponchos, chalinas y cobijas con hilos de lana de borrego, este personaje era de tez muy blanca, pelo castaño y las barbas muy abundantes y de color oro. Entre las mujeres había una partera, una curandera que practicaba lamedicina natural. También había una mujer que limpiaba el mal aire y el espanto. Pero también había una que hacía la brujería y se lo identificaba por la vestimenta negra que lo utilizaba y el fuerte olor a ruda, pues en su casa tenía muchas plantas de este vegetal tan aromático.
A misa acudían una vez al año, con ocasión de las fiestas de San Pedro, para lo cual nombraban a un vecino del lugar como prioste, el mismo que gastaba lo necesario para la satisfacción de todos y todas. Había abundante comida, música con una banda de pueblo que lo contrataba con la debida anticipación, juegos pirotécnicos, vísperas de la fiesta y la misa en el día principal en donde la gente tenía la ocasión de lucir las mejores prendas de vestir.
La casita en donde vivía "el barbas de oro", era de madera, con cubierta de cadi, tenía un amplio corredor en donde estaba instalado su telar para elservicio a la vecindad. Desde muy temprano se dedicaba a su labor de tejer y teñir el tejido para dar su terminado con la respectiva cardada y entregar la obra a su debido tiempo. La casa estaba rodeada de un amplio corralón de paredes de tapial, en cuyo interior habían muchas plantas aromáticas, algunos arboles frutales: moras, capulíes, tunas; plantas ornamentales con flores de mil colores y aromas distintos. Estaba ubicada en el partidero, en donde se unían varios senderos de acceso a diferentes barrios y parcelas. El sitio era estratégico, por lo que era visitado permanentemente por diferentes amigos y personajes extraños.
Mientras tejía las obras, a media mañana, tenía la costumbre de servirse una porción de maíz tostado en tiesto de barro que lo preparaba religiosamente su esposa; pero un día que se servía la llamada caca de perro que era el tostado hecho con panela, recibió insistentemente la vista de una abejita que atraída por el olor fragante de aquella golosina volaba y volaba con su característico zumbido que ya le sacaba de quicio. A los pocos días, mientras buscaba unos cajones viejos, de aquellos que servían para embalar jabones se encontró con la agradable sorpresa de que precisamente en el mejor cajón se había albergado una colonia de abejas reales, muy rubias y que entraban y salían sin cesar durante el día, en sus patas traseras llevaban unas bolitas de colores que el tejedor no podía dar explicación alguna. Al paso de algunas semanas, el olor a la miel era tan fuerte que la gente podía percibir al paso por el camino. Como el tejedor no sabía leer ni escribir le pidió a su nieto que estaba en la escuela que le leyera una de las revistas que tenía guardada en su baúl, en la cual había algunas fotografías de abejas. El niño que mas tarde se hiciera abogado y que tenía muy serias dificultades para deletrear provocó una fuerte decepción al abuelo que estaba ansioso de información. En estas circunstancias, el tejedor se orientó por las fotografías y tratando de interpretar con la lógica, entendió que el humo era bueno para ahuyentar a las abejas y así evitar la picada, también vio que se protegían el rostro con una malla para sacar la miel. Con estos datos y la curiosidad correspondiente, una mañana soleada, se lanzó a la aventura, para lo cual, en una teja de barro puso un poco de fuego para hacer humo, se cubrió el rostro y la cabeza con una tela blanca y sigilosamente se acercó al cajón en donde trabajaban presurosas las abejitas. Dirigió al humo hacia la colmena soplando insistentemente y así pudo ver como las abejitas habían construido unos panales de cera en donde estaba la miel, unos gusanitos blancos, y unos panales tapados con cera obscura, eran las crías de las abejas. No resistió la tentación de la miel y con la ayuda de un cuchillo de cocina cortó unos trozos de panal que lo disfrutó con su esposa y su nieto querido. Recibió algunas picadas en las manos, experimentó el dolor y la hinchazón y más tarde la comezón por el efecto del veneno. Esa noche no durmió debido a la fiebre. Su esposa le puso en las picaduras mentol y le dio a tomar agua para el resfrío.
Con estos antecedentes, acomodó algunos cajones que tenía guardados con la esperanza de que vinieran mas abejitas y así poco a poco se fueron llenando los cajones, pero sin cuadros. A los cajones les había puesto unos techos, tal cual había visto en la revista; así quedaron protegidos de las lluvias y de los rayos solares.
Un cierto día, un mercader que siempre visitaba la comarca ofreciendo algunos trastos para cocina, al paso por el frente de la casa del tejedor de las barbas de oro, se sintió atraído por el fuerte olor a la miel y aprovechó para hacer su negocio; llamó a la puerta del dueño de casa, que de inmediato lo atendió. El mercader que tenía facilidad de palabra, de pronto inició la conversación sobre el tema de las abejas; así aprovechó para contarle la experiencia vivida con las abejitas en su apiario que estaba mejor organizado. Como el tema era de muchísimo interés para el tejedor, éste invitó al mercader al almuerzo para continuar con la conversación y hacerle muchísimas preguntas.
El mercader le comentó que en su colmenar tenía varios cajones con abejas; pero que en su interior contenían unos cuadros de madera distribuidos ordenadamente para que las abejitas hicieran sus panales con la cera que ellas producen y depositar en ellos la miel, las crías, el polen y que eso le permitía sacar la miel con facilidad. Inmediatamente al escuchar esta parte de la conversación el tejedor se acordó de la revista con las fotografías de las abejas y fue a sacar de su baúl para mostrarle al mercador, el mismo que entusiasmado lo fue leyendo en voz alta y en forma pausada para que se pudiera entender bien a cerca del tema. Esta circunstancia hizo que el tejedor valorara el saber leer y escribir y que era una buena oportunidad para enterarse de muchas cosas que ocurrían en el mundo y que se transmitían a través de libros y revistas.
Como se habían identificado con el mundo de las abejas, los dos personajes entraron en confianza e hicieron el compromiso de seguir hablando a cerca de la Apicultura. Por su parte el mercader se comprometió a seguirle visitando en cuanto le sea posible para continuar con las pláticas a cerca de la temática.
Con los conocimientos obtenidos de la conversación, el tejedor, antes de que se olvidara, lo primero que hizo es ir a visitar al carpintero del lugar para que le diera construyendo los cuadros y arreglando los cajones llenos de rendijas y para comenzar a hacer bien las cosas; y, así crear las mejores condiciones de vida para las abejitas.
Como el cajón que albergaba a las abejas era muy pequeño, éste pronto se llenó de obreras y de zánganos, y como es natural en la especie, las nodrizas criaron algunas reinas con la intención de perpetuarla. Así se dio la primera enjambrazón; a pocos metros de la colmena, en una planta de chilca, se apiñaron formando una bola para proteger a su reina. De la conversación que tuvo con el mercader y de la fotografía de la revista, sacó la conclusión de que había que ponerlas en otro cajón que sería la nueva casa para que sigan trabajando. A los seis días, de nuevo encontró otro enjambre más pequeño en la misma planta de chilca; era un enjambre secundario, sin duda con una reina virgen. Otra vez hizo la misma hazaña de recoger a las abejas que no le habían picado ni una sola. Así siempre estuvo atento a la salida de los enjambres para capturarlos y formar su colmenar que mas tarde sería muy grande y el único en la zona.
Como su nieto fue a estudiar en la capital y nunca más regresó a su terruño. El abejero de las barbas de oro que ya había enviudado prematuramente, se quedó relativamente solo. Disfrutó de su existencia junto a sus abejas, se alimentó de lo que le prodigaban los insectos más trabajadores y generosos que habitan la faz de tierra. No sufrió de los achaques de la vejes. Vivió alrededor de los ciento veinte años. Su muerte fue muy dulce; tendido en la cama, se estiró lo suficiente y dejó de respirar. Nadie de la vecindad se había percatado de tal acontecimiento, su perro fiel y compañero se quedó acostado acompañándolo, hasta que sus abejas se dieron cuenta por el mal olor que emitían al descomponerse los cadáveres y de inmediato acudieron para cubrirlos con propóleos y embalsamarle junto a su guardián querido que también había muerto de pena y de viejo.


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