Volando entre los arboles, unas veces nervioso, con la mirada por todos los lados, con sus ojos bien abiertos a pesar del malestar causado por el smog de la gran ciudad o con la calma de una ave segura de estar en su propio territorio, gorjeando de vez en cuando para comunicarles a sus parientes y amigos que está en su espacio; con la libertad, compitiendo con el viento, está el mirlo parlanchín, vestido todo él de negro brillante para no confundirse con los demás que no sean de su especie; sus patas y el pico son de color amarillo. Solo le falta el bastón y el sombrero negro para estar vestido como todo un varón.
Durante todas las madrugadas, religiosamente, le saluda a la madre naturaleza y se inclina reverente para hacerle la primera oración de agradecimiento, por haberle permitido ser parte de ella, por brindarle los mejores alimentos para su sustento diario y por haberlo acogido con el calor de su nido cuando fuera pichonzuelo.
Posado en una rama de un árbol centenario de capulí, que frondoso le brinda abrigo en la noches frías de verano, bullicioso cual ninguno, despierta a todos los lindantes y muy especialmente a sus críos y les va contando la historia de su vida en el tiempo y en el espacio de una tierra pródiga y generosa en donde anidan infinidad de seres que hacen y dan testimonio de la grandeza como expresión infinita de la creación entera.
Con armoniosa voz y delicada poesía va cantando la historia todos los días: Nacimos en un nido tosco, de ralas ramillas secas entretejidas por nuestros hábiles progenitores, que una a una reunieron en miles de vuelos. Pocos pelos y lanas de borregos y más musgos que plumas delicadas de gorriones, sirvieron de abrigo, primero de los huevos y luego de los polluelos.
Del amor de nuestros ascendientes, mi madre puso en el nido dos huevos y a partir de eso, nuestros padres se alternaban, y con sus cuerpos el calor nos suministraban. Luego de algunas semanas, bien cuidados, los cascarones de maduros se fragmentaban y con nuestros picos a la luz del mundo asomábamos. A partir de esa maravilla de la vida, en turnos estrictos nos alimentaban, trayendo en sus buches las delicias de la tierra: gusanos y mil lombrices, semillas de zapán y capulíes, pepas de espino y de vez en cuando unos mortiños. Esas eran nuestras predilectas golosinas, cargadas de muchas proteínas y minerales que a las pocas semanas éramos unos fornidos pichones. En las noches, siempre estaban los dos junto a nosotros para darnos abrigo cuando necesitábamos porque nacimos sin plumas y sobre todo para protegernos de algún nocturno enemigo que nunca faltaba. Cuando percibían que algún chucuri se acercaba, una gran bulla levantaba y a pesar de la oscuridad de la noche, con su aletear amedrentarlo lograban. Y luego de ese gran susto, con música paterna nos arrullaban hasta que llegue la madrugada en que éramos acariciados por la melodía bulliciosa de muchos mirlos adultos que contaban las historias a sus críos.
Una vez que nuestros cuerpos, de plumas se cubrían, se acercaba la hora de aprender el aleteo para el vuelo y posados en el filo del nido que nos arrullaba, con la debilidad de frágiles polluelos simulábamos volar y volar, pensando en que todo el horizonte era nuestro. Luego de varias semanas de gozar en el nido y luego de varios días de preparación para el primer vuelo, llegó la hora cero, en que hambrientos a propósito nos tenían y mostrándonos en el pico una rica lombriz que de desayuno serviría, nuestros padres nos incitaban a seguirles volando de rama en rama. Por descuido o por pereza, muchas veces al suelo caíamos y nuestra madre presurosa al auxilio venía en prevención de salvaguarda de nuestras vidas.
Sintiéndonos jovencitos, siguiendo los consejos de estar siempre atentos a la presencia de algún extraño, en silencio bajo las ramas permanecíamos, hasta que alguno de los adultos nos diera una señal de que el peligro ha desaparecido.
Hace no mucho tiempo, las ciudades no eran tan grandes, había muchos árboles de maderas finas, con abundantes y sabrosas semillas, con muchas hojas que hospedaban cantidades de insectos que eran verdaderas golosinas. Frutas, por supuesto que también había, se podía escoger el menú para laalimentación de cada día; los hortelanos viraban la tierra agrícola a menudo y muchos gusanos y lombrices teníamos. Muy rara vez a los niños traviesos, con flechas en las manos les veíamos. La vida era llena de respeto, libertad y de abundante aire puro, que los estornudos no conocíamos.
El agua fresca para calamar la sed o para deleitarnos del baño en los veranos ardientes, en las quebradas cercanas se encontraba. Todo era una verdadera maravilla, y la vida era mucho más fácil que producía una gigantesca alegría.
Con el pasar de los años, las calles de la ciudad permanecen oscuras que parece neblina; pero es consecuencia de muchos autos que llenan de gasesmalsanos que tanto daño hacen a todos los seres que habitamos entre el concreto y los rascacielos, entre la abundancia y la miseria, entre la prisa y elstress, entre el ruido y el temor, entre la estrechez y a insalubridad. Cada día y cada noche que pasan, marcan en el calendario de la vida, una mancha que es imborrable y es que, a la madre tierra y a su entorno natural se le causa una enorme herida que el tiempo no le cicatriza.
El Planeta tierra, entero está en peligro, por culpa de las ambiciones mezquinas de los humanos que a lo largo de su historia no han sabido cumplir con sus obligaciones de hijos buenos, de cuidarla y protegerla. Al contrario, lo han explotado sin mesura sus recursos naturales; han roto los ecosistemas; han contaminado las vertientes, los ríos, las lagunas y los mares; han talado las selvas y los bosques, rompiendo el equilibrio natural y lo que el más grave han roto el equilibrio de la humanidad, creando brechas muy grandes entre los indigentes y los millonarios; entre los pobres y los ricos; entre los explotadores y los explotados; entre los opresores y los oprimidos; entre los menesterosos y los poderosos.
En este bregar de la vida, de búsqueda de alimentos para la dieta diaria, de una hambruna absurda y provocada, hemos tenido que aprender a subsistir; a escondidas hemos ejercitado a saquear la comida chatarra de perros y gatos citadinos, que sus amos les proporcionan en bolitas para que permanezcan entretenidos. En los basureros y en las esquinas mal olientes, cautelosos nos acercamos para tomar unos trozos de pan que es lo único que desechan algunos humanos.
Muchos de nuestros parientes, a tiempo tomaron la decisión de hacer vuelos largos para irse tras los chaparros y la selva, en busca del agua pura y fresca. En búsqueda de alimentos sanos y naturales, lejos de la contaminación y de las enfermedades, lejos y muy lejos del ruido y de la inmundicia, es decir de la suciedad, de la basura, de la mugre, de los excrementos. Cuentan que han tenido que adaptarse a otros climas, a otras formas de alimentación, a otras costumbres, a otras relaciones de vida con otras especies, a defenderse de otros enemigos naturales; pero también a disfrutar de la abundancia que ofrece la madre naturaleza en el seno de la selva: alimentación variada de acuerdo a las estaciones del año, agua cristalina para saciar la sed, agua sana para refrescarse en horas del calor, protección segura en las horas de la noche bajo el ramaje espeso de muchas especies forestales; libertad y seguridad para cantarle a las anchas a la madre naturaleza, para ofrecerles mensajes de optimismo a los sobrevivientes de la tierra, para con su sonoro gorjeo , anunciar la llegada de la madrugada, siendo reloj para los labriegos que tanto necesitan de la musicalidad delicada de su Pacha mama, para que eleven su espíritu de lucha, en la búsqueda de un mundo de libertad con dignidad.
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